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El arte y la salud mental: hacer una cosa haciendo otra.

· psicologia,Cultura

Por Bautista Viera

 

Siempre me acuerdo el año que llegué a Buenos Aires desde Balcarce para estudiar en la facultad. Entusiasmado por conocer amistades y lugares, deseoso de ponerme en situaciones inauditas, se me ocurrió probar diferentes talleres artísticos que ofrecían en la (para mi) nueva ciudad. Quizás mi primer descubrimiento fue advertir que las actividades artísticas, además de ser disciplinas específicas de producción de artefactos culturales, activan dinámicas vinculares, saberes y discursos que permiten objetivar críticamente y organizar políticamente vidas en conjunto, casi como enzimas catalizadoras del otro. Así, fue que conocí amigues con quienes ir respondiendo preguntas y a su vez construyendo nuevas.

En esa precoz experiencia de juegos en torno al arte contemporáneo se produjo en mí un interés genuino. Por un lado, influenciado por la facultad de psicología, me preguntaba por las características de los dispositivos de atención en salud mental, por el otro, las actividades artísticas me iniciaban en experiencias grupales de politización y creación estética. ¿Sería posible un entrecruzamiento? ¿Trasladar saberes y prácticas de un discurso al otro? ¿Sabotear fronteras disciplinares? Intuía o veía en ese entramado una hiancia que me daba ganas de explorar.

Algunos años más acá en el tiempo, recorriendo charlas, grupos y artículos, fui haciéndome la idea de que una diferencia persistente entre las diferentes maneras de combinar arte y salud mental, se encuentra puntualmente en el enfoque que se tiene del problema del sufrimiento psíquico-somático y en los modos de intervención que cada enfoque del problema puede imaginar y realizar.

Así cómo Lacan señaló lo sintomático como un problema de saber, ubicando lo inconsciente como saber no sabido sobre esos síntomas, lo que me interesaba era arrancar a precisar qué saberes sobre lo sintomático y lo terapéutico se elaboraban en cada una de esas maneras de yuxtaponer arte y salud que pude recolectar en mi recorrido.

Por un lado intereses terapéuticos individuales, por otro experiencias colectivas de interrogación del imaginario social sobre la locura

En los anales de la historia de la profesión psi, un libro del siglo diecinueve, del psiquiatra frances Philippe Pinel, ubica uno de los primeros registros del empleo de actividades artísticas en tratamientos de salud mental. En su Tratado filosófico sobre la alienación mental, Pinel analiza dos casos de pacientes qué atendió, interesados por el dibujo y la pintura, en pocas palabras, él ubica estas actividades como recomendables para implementarse como subrogado de un trabajo médico. Siglo y medio más tarde, una palabra compuesta por dos, viejita y a la vez nueva, arteterapia, comienza a leerse desde universidades de arte pasando por hospitales públicos hasta museos. Por identificarse en la esfera clínica, el enfoque arteterapeutico se asemeja al modelo médico, donde se concibe al paciente como objeto de una patología puntual a desentrañar mediante terapéuticas, punto de vista individualizante que busca resultados medibles y contrastables como complemento de un trabajo médico. Siguiendo los intereses de su impulsor, se configura como una terapéutica con instrumentos y metodologías artísticas, buscando tratar síntomas específicos.

Desde otra orilla quienes participan en colectivos artísticos dentro y fuera de hospitales psiquiátricos experimentan la función creativa de lo vincular en procesos autogestivos, es decir organizarse para dar discusiones sobre encuadres médicos psicopatologizantes e imaginarios sociales adversos en torno a “la locura”.

Espacios respirables funcionando dentro del sofocante encierro manicomial, donde los lazos entre personas internadas y externadas corren el pesado manto de olvido propios de las internaciones prolongadas, invitando activarse políticamente, inscribirse en una serie de encuentros, experiencias breves y hasta viajes como un modo de discutir políticamente el modo en que una cultura terapéutica e higienista administra el saber clínico: segregando y aislando a personas usuarias de servicios de salud mental tras muros del manicomio.

Entonces, desde colaborar con el médico en búsqueda de mejoras clínicas individuales hasta la apertura de espacios públicos de debate y producción entre personas internadas y no internadas, lo que recorre el cuerpo de estas diferencias son modos de leer lo problemático en la trama manicomial y epidemiológica del sufrimiento mental, produciendo distintas escalas de intervención.

Por lo general la relación de la psiquiatría con el arte se limitó a concebir lo estético como recursos con fines terapéuticos, actividades artísticas concebidas como complemento a terapias para síntomas individuales precisados de antemano.

No obstante, a principios del siglo veinte, un ecléctico muchacho francés, luego de abandonar la facultad de Bellas Artes y desistir en sus intentos de dedicarse a la pintura, llevó adelante una recolección de objetos producidos por pacientes psi, internados en hospitales y asilos de la época. Interesado por la etnografía y motivado por lecturas como Expresiones de la locura, de Hans Prinzhon, Jean Dubuffet en 1940, va a impulsar un balbuceo entre las fronteras del imperio de la hegemonía cultural en búsqueda de una corriente artística más allá de los circuitos oficiales, que se conocería más adelante como Art Brut.

El proyecto de Dubuffet consistió en exponer en galerías los objetos que había recolectado en sus viajes expeditivos por Suiza y Francia, visitando manicomios en compañía de amigos y colaboradores, con quienes entrevistaron pacientes y observaron sus producciones.

Producciones donde primaba lo instintivo y la espontaneidad antes que las destrezas técnicas. No habían sido realizadas por artistas, sino por pacientes que se vinculan con estas actividades cómo recreación o complemento a las terapias propias de las instituciones de aquel entonces.

La exhibición se presentó bajo el nombre de Art Brut. Su posterior reconocimiento en el circuito cultural interesa entre otras cosas por producir un movimiento cultural separado del campo de la atención psicosocial aunque emergiendo desde el seno de este, con la

capacidad de correr el eje del discurso psiquiátrico hacia una racionalidad estética que permita formas de subjetivación alternativas, postulando al campo artístico cultural como un espacio que dialoga con la atención psicosocial, pero que intenta mantener cierta distancia del discurso psiquiátrico. Inaugurando racionalidades estéticas independientes de los discursos patologizantes cargados de imaginarios sociales adversos, modos de subjetivación independientes de la historia asilar a diferencia de “locos más o menos rehabilitados” que practican una especie performance política constante sobre su situación (de víctimas) en congresos de salud mental y dentro de los hospitales.

Movimiento instituyente: ahí donde había terapias, Dubuffet produjo artistas a partir de un trabajo significante ( Art Brut) que condensaba personas consideradas simplemente pacientes de instituciones psiquiátricas.

¿Cómo leer el gesto del Art Brut en tiempos de cultura terapéutica y positividad cultural? ¿Cómo leer dicha experiencia en una época donde converge la precarización laboral con una coyuntura de precarización donde vivimos arrojados a un planeta que carece de piedad o el mínimo interés en nuestras vidas?

¿Cómo nos sentiríamos si toda la experiencia de nuestra vida, todo nuestro decir se circunscribiese a una única condición? Imaginémonos confinados a nada más que la fetichización de una herida cultural. Nada más que personas lastimadas por el imperativo de racionalidad. Algo de mi lectura que me interesa compartir a modo de cierre es la posibilidad de activar procesos de reconocimiento mutuo como artistas, ya no solo como locos más o menos rehabilitados. Una puesta en marcha del estar entre otros que habilite anudamientos y significaciones donde como decía Lacan, parirse a un* mism*, colectivamente.